Autobiografía de una mota de polvo
Él se sentó en el sofá más o menos a la misma hora que el día anterior. La mediocridad de tal acción casaba de un modo flagrante con el resto de su vida: cansina, asfixiante. El televisor, casi tan anodino como todo lo demás, permanecía apagado, quizá esperando que su vida –que su propia vida– se reanudara en algún momento. Él, de repente, miró a su alrededor y su vista se posó en esa pantalla negra, llena de polvo. Un minuto. Cinco. Diez. Él tenía todo el tiempo del mundo para esperar, cómodamente, al vacío más absoluto del mundo. Encendió el televisor más o menos a la misma hora que el día anterior. Sandro Rey, adalid de los que tienen tiempo que perder, hizo su habitual aparición en el plasma mientras él, ya con uno de los ojos cerrados, intentaba mantenerse despierto. De repente, oyó una explosión. Cerca. Muy cerca. Él se levantó, miró hacia ambos lados y dedujo que algo había ocurrido. Sintiéndose harto perspicaz, se rascó la cabeza, suspiró, volvió a sentarse.